Mural de Rock Mexicaco

Mural de Rock Mexicaco
Mural de Roncanroleros Mexicanos entrevistados por el que escribe y estrellas de rock caídos (as) en el camino

lunes, 1 de septiembre de 2008

Antonio Malacara - De la permanencia, la decadencia y el virtuosismo

DE LA PERMANENCIA, LA DECADENCIA Y EL VIRTUOSISMO



A final de cuentas, lo menos importante es su fecha de nacimiento o el lugar del parto, porque visto bien y despacio, el valor intrínseco del rock mexicano estriba en su presencia misma, en su vigencia y su buena salud después de medio siglo de vida (y contando).

Tal vez nuestra prehistoria tenga más que ver con Gloria Ríos que con Lalo Guerrero, o más con la Orquesta de Ingeniería que con la de Pablo Beltrán Ruiz. En gustos se rompen madres. Pero lo que para nosotros resulta inobjetable, es que la historia del rock hecho en México se inicia con la Toma de la Buhardilla, en 1957, cuando un clasemediero ejército de adolescentes se rebeló contra la tiranía del mercado y las buenas conciencias (Black Jeans, Locos del Ritmo, Rebeldes del Rock, Teen Tops, Crazy Boys, Sinners et al).

Esta primera descarga de rebeldía social y estética (ingenua y visceral) fue reprimida casi de inmediato, aunque no sin cierto trabajo. Veamos. Más asustados que enojados, los detractores del rock and roll se daban cuenta de que los jóvenes descarriados no iban a regresar a “los caminos del bien” mediante amenazas o descalificaciones, pero a’i seguían friegue que friegue; los mojigatos hablaban de degradación humana y del advenimiento del anticristo, los izquierdosos de buró apelaban a la lucha contra el expansionismo yanqui y su música imperialista, mientras que los más tolerantes aseguraban que sólo se trataba de un ritmo inofensivo que pronto pasaría de moda.

Cuando el sistema vio que las cosas se salían de control, que los rocanroleros empezaban a cuestionar cosas más allá del vacilar sin ton ni son, reaccionó con intensos bombardeos de radio, cine y televisión; tratando ya no de cortar cabezas para eliminar el movimiento, sino seduciendo a los supuestos líderes de la revuelta, a los cantantes de cada grupo, convenciéndolos de que ellos, los “líderes”, merecían mucho más que andar por ahí con un grupillo dando tamborazos, que su destino era el superestrellato y la buena vida y el dinero y la fama y el paraíso terrenal. Así, los primeros desertores del rock se vieron envueltos por grandes orquestas y se convirtieron en los grandes e innocuos baladistas que todavía andan por ahí dando lástimas.

Pero el movimiento nunca fue herido de muerte. Al contrario, la epidemia se volvió pandemia; y más cuando los ingleses nos descubrieron que entre más negritud hubiera en los ritmos y las armonías, las cosas vibraban con muchísima más intensidad. O cuando a Javier Bátiz se le ocurrió bajar de Tijuana para mostrarle a los chilangos el poderío del rhythm & blues. El rock entonces perdió de una vez por todas su nacionalidad y se convirtió en la mejor herramienta de expresión de toda una generación.

Podemos hablar ya de tres generaciones que han (hemos) navegado por sus aguas, atestiguando sus altas y sus bajas, sus grandes baches y sus enormes momentos. Hemos visto cómo el rock se polarizó en los años setenta, y cómo de aquel movimiento libertario, contestatario, contracultural, se han hecho tristes remedos que sólo corren tras el billete y/o la popularidad barata.

Pero si de alguna constante debiéramos hablar en la historia del rock mexicano, ésta sería la honestidad. Desde hace años sabemos de rockeros que no saben afinar siquiera la guitarra, pero su grito o su intento de discurso sale inequívocamente de las entrañas, de los reductos más francos y sinceros de su libertad. Ha habido también casos de patética y escandalosa decadencia. Aunque lo más sabroso y sintomático de nuestra historia es que en ella abundan los ejemplos de excelencia musical y lírica, de propuestas que rayan incluso en el virtuosismo. Ya ustedes sabrán de los nombres que pueden barajarse en estos tres ejemplos, porque a mí se me acabó el espacio. Salud.



Antonio Malacar
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