Muchos de los que éramos estudiantes de secundaria a principios de los setenta vivimos el Festival de Avándaro, no en el lugar de los hechos sino como experiencia imaginaria, estimulada por la narración radiofónica. Recuerdo que aquella noche del 11 de septiembre de 1971 estaba metido en la cama, completamente a oscuras, escuchando la trasmisión de Radio Juventud. En aquel evento estaban reunidos los grupos Mexicanos de Rock más importantes. La sucesión de uno a otro transcurría sin contratiempos hasta que, cerca de la media noche, uno de los integrantes de la banda Peace & Love se puso a dar de gritos arengando a los presentes para que cantaran junto con él. De pronto soltó una frase común en las tocadas pero insólita en un medio como la radio. Exclamó a grito abierto:
“Chingue a su madre el que no cante.”
Me senté en la cama tratando de sacudirme la modorra junto con la sorpresa. No escuché nada más. La radio enmudeció. No era un desperfecto del aparato ni una falla de transmisión. Sólo se oía un ruido en ese momento incomprensible. Una señal inesperada, intrigante y ominosa.
La transmisión había sido interrumpida. A partir de ese momento el Festival de Avándaro quedó irremediablemente ligado a la parte más oscura de la historia de la radio en México: la censura. Radio Juventud fue clausurada. Félix Ruano, locutor en turno, retirado del aire. Aquella señal tenía un claro sentido: anunciaba la virtual prohibición del rock mexicano en las ondas radiales, por la vía del hecho, es decir, del modo más prepotente que puede haber. Esta situación duro casi dos décadas sin desaparecer del todo pues incluso ahora el rock mexicano es programado escasamente.
Avándaro representa la cúspide y el declive de un movimiento que empezó a cobrar forma a fines de los setenta, el cuál tendía a la creación de un rock original - en contraposición a las copias que se hacían entonces- en español y arraigado en la música popular mexicana. Tendencias que con mucho esfuerzo prevalecieron años más tarde. El festival cumplió su vigésimo aniversario en 1991, justo cuando el rock fue aceptado como un espectáculo masivo, después de haber sido hostigado durante las dos décadas anteriores.
La coincidencia no hizo más que evidenciar el enorme contraste existente entre una época y otra. De la represión a la apertura regulada. El presidente Carlos Salinas de Gortari mencionó en su tercer informe que los conciertos masivos-Rock incluido- eran parte de la buena imagen que daba México en el extranjero.
Tal apertura aparente en realidad, provocó un regocijo general.
Sin embargo, había motivos para ver este fenómeno con reserva. Ese lapso de veinte años de marginación dejó secuelas difíciles de remediar. Aquel silencio ominoso que siguió a la mentada radiofónica de Peace & Love fue el principio de una pérdida difícil de recuperar: la pérdida de la memoria. La censura dejó al Rock Mexicano parcialmente amnésico.
Avándaro encierra una cruel ironía: al reunir a más de 200 mil jóvenes se convirtió en una informal pero irrefutable prueba de MARKETING que demostró la existencia de un público para el Rock Mexicano. Los sellos discográficos pudieron haber hecho sus promociones sin temor alguno, pero en realidad ocurrió todo lo contrario. La tácita prohibición negaba a esa audiencia, de la cual también formaban parte los músicos. De la represión se desprendía una sentencia: Ustedes no existen.
La intolerancia oficial que provocó las protestas estudiantiles de 1968 y 1971, después de haber esgrimido sus principales razones -balas y bayonetas-, sumó a sus recursos represores otro igualmente letal : la marginación de la cultura, llamémosle así, alternativa. El Rock fue hundido bajo tierra, confinado en un territorio de fronteras imprecisas, semejante a un camposanto en el cual yacen las aspiraciones mejor intencionadas. Ese lugar es el ámbito de la inexistencia, en el que manda la negación del otro y es conocido mediante un engañoso eufemismo: el underground.
Después de Avándaro el Rock Mexicano quedó sujeto a crecimiento atrofiado y muy limitado en su desarrollo cultural, entre cuyas causas se encuentra la escasez de testimonios periodísticos y una menos que insuficiente producción discográfica. El testimonio y la discografía son fuentes indispensables porque sin ellas no hay memoria. Y sin memoria no puede haber desarrollo cultural.
He aquí dos aspectos de esa atrofia: Por un lado, se hizo muy difícil cualquier posibilidad de impulsar publicaciones que revisaran el rock y fenómenos anexos de manera seria, Piedra Rodante, la revista más avanzada y crítica de la época, fue clausurada precisamente después del festival. Esto provocó una gran falta de referentes que tuvieran validez y consistencia, de la cual derivo un retraso periodístico que aún padecemos en la actualidad. La prensa musical es uno de los sectores mas atrasados y conservadores del periodismo mexicano. Por otra parte, dejó de conformarse el promisorio acervo discográfico que despuntó a principios de los setenta.
Las compañías de discos se replegaron ante la imposibilidad de contar con un recurso promocional como la radio, y suspendieron la emisión de acetatos, no durante varias semanas o meses sino durante largos años. Entre 1972 y 1980 los discos producidos por sellos “grandes” no dejan de ser unos cuántos.
De nuevo, otra ausencia de referentes, en especial para las generaciones de músicos de rock que surgieron después.
Rodrigo Farías Bárcenas
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